La noche anterior a tener un
partido importante de fútbol, yo lo soñaba. Por mi mente dormida desfilaban
todas las jugadas decisivas, todas las acciones determinantes, que
irremediablemente al día siguiente tendrían lugar.
No sé cómo diablos lo conseguía
vislumbrar; tal vez al acostarme preocupado por el crucial lance deportivo lo
evocaba inconscientemente, o lo conjuraba quizás para tranquilizarme y dormirme
como un bendito, no sé; los mecanismos internos de la mente se me escapaban. El
caso es que soñaba el partido con todo lujo de detalles, y al día siguiente,
antes de comenzar el encuentro, anunciaba el resultado a mis compañeros. He
soñado que vamos a ganar, les decía en el vestuario, y eso era exactamente lo
que sucedía dos horas después: ganábamos. Lo siento, hoy vamos a perder, les
decía, y aunque por descontado no nos rendíamos de antemano, aunque nos
esforzábamos con todas nuestras fuerzas en intentar burlar al adverso destino,
perdíamos finalmente sin remedio, de forma ineludible. Lo cierto es que, para
bien o para mal, no me equivocaba nunca. Mis sueños premonitorios, se podría
decir, se cumplían a rajatabla.
En consecuencia, en el
vestuario o bien durante el calentamiento previo al inminente partido, mis
compañeros me preguntaban el resultado del mismo con cierto temor reverente,
conscientes de la trascendencia de mi contestación. Sin embargo, no siempre
tenía una respuesta definitiva; mi mente, con todo, no era infalible. Había
días en que al despertarme se desvanecía el partido en el remolino de mi
cabeza, y les confesaba que no sabía cómo íbamos a quedar, que lo había
olvidado. Las veces en que esto sucedía, que no eran muchas, jugábamos algo
intranquilos, sin saber nuestro destino, aunque íntimamente aliviados al
creernos dueños de nuestras acciones. En otras ocasiones, en cambio, sólo
recordaba alguna escena suelta, sólo llegaba a atrapar en el sueño alguna ficha
del puzzle del partido. Manolo marcará hoy un golazo de cabeza, apuntaba por
ejemplo, y así sucedía, por supuesto, como no podía ser de otra manera.
Resultaba desconcertante esa
sensación constante de déjà vu que me asaltaba en muchos partidos. Adivinaba
que mis compañeros iban a marcar un gol momentos antes de que lo hicieran, y
presentía por el contrario que me iban a meter un gol por la escuadra segundos
antes de que me lanzaran el balón, y aunque lo intuía y me lanzaba a por él con
toda mi alma, no conseguía detenerlo si había soñado el gol encajado. De alguna
fatal manera, ni yo mismo podía rebatir mis sueños proféticos. Era como vivir
el partido por la noche y revivir al día siguiente la repetición de las mejores
jugadas; lo más importante y trascendental, se podría decir, ya había tenido
lugar por la noche, en el campo de juego de mi cabeza.
Recuerdo especialmente cuando
jugamos la final del campeonato. Todos estábamos muy nerviosos, sabedores de lo
mucho que nos jugábamos. El entrenador nos decía que lo importante era
pasárnoslo bien, pero eso no se lo creía nadie. Éramos unos críos, pero no gilipollas.
Queríamos ganar, qué coño. Y lucharíamos a muerte para conseguirlo. No
obstante, sabíamos que no iba a ser nada fácil. En el equipo rival jugaba el
mejor delantero centro de todo el torneo, y con diferencia además. Se llamaba
Blas, y aunque era un poco golfo (fumaba y bebía como un cosaco) y tenía un
genio de mil demonios, no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que
llegaría muy lejos a poca suerte que tuviera y a poco que se cuidara. Era el
máximo goleador de la liga, el típico jugador que marca las distancias, la
pesadilla para cualquier defensa y la maldición para el portero rival. Por su
culpa, la noche anterior al partido me había acostado bastante intranquilo,
preocupado como nunca. Me imaginaba al dichoso Blas batiéndome una y otra vez,
sin poder hacer nada bajo los palos por evitarlo. Pasé una noche terrible,
angustiosa, en la que cada dos por tres me agitaba de lado a lado de la cama,
sin poder dormir. Cuando por fin caí rendido, faltaba poco para el inevitable
momento de tener que levantarme. Sin embargo, así y todo conseguí soñar el
partido, gracias a que en los sueños el tiempo no transcurre tan lento como en
el mundo real. Sin embargo, al botar de un salto por el sonido del despertador,
el partido desfiló en mi cabeza como una película acelerada a toda velocidad.
Al recordarlo fugazmente, sólo conseguí retener la segunda parte del encuentro;
en ella, rememoré, marcábamos un par de
goles y no encajábamos ninguno, y gracias a Dios distinguí claramente el
marcador resultante tras el pitido final del árbitro: tres a uno a nuestro
favor. Sí, la imagen se grabó a fuego en mi mente: tres a uno. Tuve tiempo de
constatar algo más: entre los jugadores rivales no se encontraba Blas, mi
pesadilla particular. En ese caso, medité, era normal que les ganáramos tan
holgadamente. Sin su jugador estrella, lo cierto es que resultaba un equipo de
lo más vulgar.
Me levanté eufórico,
anticipándome a la alegría que horas después, sin ninguna duda, nos iba a
inundar. No todos los días, reflexioné, uno se encamina a proclamarse campeón.
Sin embargo, de camino al partido mi aspecto exterior no dejaba traslucir la
emoción que me embargaba; estaba acostumbrado a comportarme con la debida
frialdad, a saber esperar el momento propicio, con esa serenidad innata que
poseemos algunos guardametas, en el fondo un poco ajenos al calor y la
excitación que genera un partido clave.
En cuanto llegué al campo,
Pablo, nuestro entrenador, me señaló que no quería saber nada de mis sueños.
Era el único que prefería no saber cómo íbamos a quedar, tal vez porque no
acababa de creérselo del todo o porque no quería ver cuestionada la autoridad
que le correspondía. Se lo respeté no obstante, como siempre, y me cambié en el
vestuario en completo silencio, ignorando las implorantes miradas de mis
compañeros. En cuanto nos pusimos a calentar en el terreno de juego, ya lejos
de la vista del entrenador, Toño y Juan, que se encontraban con el alma en
vilo, se me acercaron y me preguntaron si había soñado el partido. Sí, asentí,
muy serio. ¿Y?, insistieron, con un nudo en la garganta. He soñado la segunda
parte, les dije, y ganamos sobrados. ¡Sí!, exclamó Juan, abrazando a Toño. Ah,
y Blas no juega, dejé caer. ¿¡Qué!?, dijeron al unísono. Como lo oís, en el
sueño no aparecía. Pues entonces ganamos de calle, opinó David, acercándose.
¿Sabéis? No me extraña que no juegue, terció Manolo, el otro día me lo encontré
borracho perdido. Y he oído que el entrenador le metió una bronca de
campeonato, se sumó Javier, uniéndose a la conversación.
Justo entonces saltaron al
campo nuestros rivales... con Blas al frente, con el brazalete de capitán y
trotando con su chulería habitual. Se me antojó como salido de un universo
alternativo, de otra realidad muy lejana a la que regía mi mente.
Lamentablemente, al contrario que yo, no parecía haber pasado una mala noche:
sus ojos estaban inyectados de furia y de seguridad en sí mismo. Todos
enmudecimos al verlo, y Juan me clavó una mirada que no olvidaré nunca, como
diciéndome: ¿Cómo has podido fallarnos hoy? Yo bajé la vista y seguí
calentando, dudando por primera vez de lo que había soñado. La euforia se me
había bajado de golpe a los pies, y mis manos empezaron a sudar sólo de ver
calentar a semejante máquina de marcar goles, que parecía retarnos con su
actitud chulesca.
Para cuando dio comienzo el
partido, mis piernas temblaban como flanes de gelatina. Y pronto fueron a peor.
A los cinco minutos, Blas recibió un balón al borde del área, regateó a dos de
los nuestros como si nada (a Juan y a David) y me coló el primer gol del
partido por entre las piernas. Uno a cero. No podíamos haber comenzado de forma
más desastrosa una final. Juan miró desolado al cielo y David se cagó en todo
lo cagable. Yo recogí la pelota cabizbajo, como ausente, y me repetí a mí mismo
como un mantra: No puede ser, no puede ser. Nuestro entrenador, rojo como un
tomate, le echó una bronca monumental a Juan y le dijo que no se separase ni un
segundo del puñetero delantero centro rival, que esa era su misión, pegarse a
él como una lapa.
Así lo hizo Juan a partir de
ese momento, se pegó como una mosca cojonera al escurridizo Blas. Y lo hizo
francamente bien, tanto, de hecho, que al cabo de un rato a Blas, que tenía un
genio de mil pares de cojones, se le hincharon los mismísimos y le propinó un
codazo a Juan en plena cara para así quitárselo de encima. Por fortuna, el
árbitro vio perfectamente la marrullera acción y no dudó en sacarle tarjeta
roja directa al delantero centro de mis desvelos, que tuvo que abandonar el
campo con el rostro desangelado, consciente de lo que se perdía. Juan se
levantó del suelo sangrando abundantemente por la nariz y, mientras se acercaba
a la banda para detener la hemorragia, vi cómo me sonreía de oreja a oreja y me
guiñaba un ojo. Sin Blas en el campo, comprendía, el partido era nuestro. Y así
fue. Pocos minutos después, Manolo, nuestro pichichi, marcaba el gol del empate
y nos íbamos al descanso. La segunda parte fue un paseo conocido. Ellos sin
Blas, como así había quedado registrado en el sueño, y nosotros con uno más,
llevamos toda la iniciativa y marcamos dos goles que pudieron ser más. Bueno,
es una forma de hablar. No podían ser más. Fueron los que tenían que ser: tres.
Tres a uno.
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