viernes, 31 de agosto de 2012

LLUVIA SANGRIENTA




(Premio Nocte y Premio Ignotus)



La ciudad dormía; era mecida en su cuna de asfalto por la negra mano de la noche. Yo no dormía. Estaba al lado de la ventana de mi habitación; escuchaba los ronquidos de los coches y observaba las luces de neón y la noche de abril que se alzaba sobre ella como una gran perla negra; la ciudad parecía un animal inmenso, invadido por escarabajos de metal y hormigas con trajes, invadido por el sueño.
Y el sueño no tardó en rodearme a mí también y decidí acostarme. Apagué las luces de mi cuarto y me metí en la cama. Mi habitación se sumió en la oscuridad y se durmió. Yo también, un poco después. Primero se me durmieron las piernas. Luego los brazos. Después, todo entero, me dormí.


Desperté, sin saber cuánto tiempo había pasado, sintiendo que la ciudad se había despertado, sobresaltada. Al abrir los ojos supe por qué. Como mi ventana estaba abierta, toda mi habitación estaba invadida por el color del cielo nocturno; sí, todavía era de noche: el reloj de mi cuarto marcaba las tres de la mañana; y el darme cuenta de eso me horrorizó, pues el color de la noche, el color del cielo...
Era rojo. Rojo sangre.
Me levanté tembloroso de la cama, me arrastré hasta la ventana y miré a través de ella (abriéndose mis ojos como dianas y saliendo mis pupilas disparadas como flechas, atravesando casi el cristal): nubes de algodón rojo llenaban el cielo como buques fantasmas, como carrozas fúnebres, como pájaros ensangrentados...
Atónito, me pregunté de dónde habrían salido esas extrañas nubes.
Nubes rojas. Nubes rojas de tormenta.
Parecían grandes monstruos salidos del infierno; parecían porciones del averno; parecían inmensos globos llenos de sangre.
Eran visibles perfectamente, como si el foco de la oculta luna llena las iluminara.
Las gentes –desde las calles y las ventanas- las señalaban con sus dedos, con sus ojos, con sus bocas abiertas...
De pronto, mi teléfono empezó a sonar quejumbrosamente.
-¿Sí? –dije mientras descolgaba, sin dejar de mirar el cielo.
-Juan... –dijo una voz nerviosa-, soy Eva. ¿Te he despertado?
-No, no –musité-. Estaba despierto.
-Entonces has visto el cielo.
-Sí.
-¿Sabes a qué se deben?
-¿Las nubes?
-Sí.
-Bueno..., no lo sé. Pero no creo que sea nada grave.
-¿No? Juan, no te hagas el tonto conmigo. Sabes tan bien como yo que esas nubes representan una amenaza.
-¿Por qué?
-Dios mío, ¿no las has visto? Si sólo hubiera cuatro, diría que son los cuatro jinetes del apocalipsis.
-Creo que exageras.
-¡No exagero! Joder, ¿no te dan miedo? ¿No tiemblas al mirarlas?
-No.
-¿Acaso te parecen hermosas?
-Forman una buena postal.
-Qué romántico. Pues esa postal va a caer sobre ti y te va a estrujar y te va a convertir en una bola y luego te tirará a la gran basura del centro de la tierra.
-¿Qué estás diciendo? ¿Que va a caer sobre mí? ¿Que van a caer sobre mí?
-No. Caerán sobre todos nosotros. Sobre ti y sobre mí.
-Eres una fatalista, hombre.
-Soy realista.
-¿Realista? Estás volando. Te estás dejando llevar por tu imaginación, por tus miedos. Son sólo unas nubes.
-Son rojas.
-Ya. Mi color favorito.
-¡Deja de hacerte el gracioso! ¡Estamos a punto de morir y sólo piensas en hacer chistes!
-¿Estamos a punto de morir?
-Sí, creo que sí... Juan, tengo miedo. Observar las nubes ha sido como ver escrito en el cielo: “Vais a morir”. Y se refería a todos nosotros, a todos los de esta ciudad... Estoy muy asustada.
-Bueno, la verdad, yo también estoy un poco asustado.
-Vaya, me alegra oírlo.
-No deberías. Yo debería tranquilizarte y decirte que tiene una explicación lógica. No debería unirme a tu miedo.
-Pero yo quiero que te unas conmigo. Quiero verte, quiero que estemos juntos ante esto.
-De acuerdo... ¿Voy a tu casa?
-¿Te viene bien?
-Claro. Quieres que vaya, ¿no?
-Me encantaría.
-Pues voy.
-Oye, si quieres voy yo a la tuya.
-No; déjalo, enseguida voy para allá.
-Te espero.
-Hasta ahora.
-Date prisa, por favor.
-Descuida.
Colgué y me vestí rápidamente. No tuve que encender la luz; el resplandor rojo del cielo iluminaba mi habitación como si fuera un cuarto de revelado fotográfico. Cogí todo el dinero que tenía en mi apartamento, por si acaso, y salí cerrando de un portazo. Recorrí el rellano a buen paso y empecé a bajar las escaleras de mi edificio mientras escuchaba murmullos de cañerías. Sin duda, las cañerías estaban tan inquietas como yo. En el cielo, sobre nuestras cabezas, algo extraño estaba sucediendo.
Al llegar a la entrada me miré en un espejo y vi a un hombre asustado, asustado sin saber por qué, sin saber de qué. Vi a un hombre que iba a morir sin conocer a su asesino.
Abrí la puerta y salí a la calle. Alcé la vista y observé el cielo. Estaba rojo. Rojo. Era algo diabólico. Era un cielo irreal, de cómic, de discoteca, de película, de obra de teatro; no podía existir algo así. El cielo era una gran nube roja. Sí, las nubes lo llenaban y no parecía que se movieran. La noche soplaba, había viento en la calle, pero las nubes no se movían ni un ápice. Supongo que no se querrían mover; estaban donde querían: sobre nuestras cabezas.
Al verlas sentí que me derrumbaba. Yo me creía un tipo duro, pero podían conmigo. Era como el poderoso Obélix, temblando al sentir que el cielo caía sobre mi cabeza. Traté de no mirarlo y empecé a caminar hacia la casa de Eva. Vivía cerca. No hacía falta que me lamentara de no tener coche.
Había poca gente en la calle; ni eran horas ni era el día indicado para pasear de noche. Casi todas las personas estaban refugiadas en sus casas, como si allí estuvieran lejos de la amenaza de las nubes. Se veían a muchas en sus ventanas, observando el cielo con caras de asombro. El cielo también nos observaba. Sí, era un gran ojo, inyectado en sangre.
Entonces un mendigo se me acercó, deteniendo mi caminar.
-Vamos a  morir –proclamó como un profeta enloquecido.
-Claro, algún día –sonreí.
-No, esta noche.
-¿Esta noche? No, no tengo ganas. He quedado con una amiga.
-Pues lo siento, amigo, pero es el final –masculló tristemente.
-Yo no voy a morir... –murmuré, hablando más conmigo mismo que con él, intentando convencerme a mí; a él no le tenía que convencer.
-Todos vamos a morir –dijo funestamente.
-Sí, vas a morir como no te calles –le espeté-. Tengo prisa; he quedado –dije apartándolo con una mano y seguí caminando sin dilación.
-Una cita con la muerte, ¿eh? –dijo mientras me alejaba.
Le di una patada a una lata de cerveza que había en el suelo y salió despedida hasta estrellarse contra un cubo de basura. La pobre lata no tenía la culpa de lo que estaba sucediendo, pero de alguna manera tenía que descargar mi furia.
En la otra acera, una pareja de jóvenes estaban metiéndose mano en un portal. Al verlos, me entraron náuseas. ¿Cómo podían estar metiéndose mano mientras la muerte volaba sobre nosotros?
Entonces la muchacha levantó la cabeza y su mirada se encontró con la mía. Al ver su expresión comprendí. Estaba aterrada, desesperada, y se abrazaba a la persona que más quería. Me avergoncé de mí mismo. Deseé decirles que entrasen dentro e hicieran el amor. Quizás fuese su última oportunidad.
Torcí la esquina y llegué al edificio en el que vivía Eva. Entré en el portal y empecé a subir las escaleras rápidamente, como si quedara poco tiempo del reloj de mi vida y lo quisiera aprovechar. Llegué al tercer piso y, cuando iba a llamar al timbre, Eva me abrió la puerta.
-Pasa –dijo sonriendo.
Una sonrisa forzada, fruto del miedo.
Entré y caminé en silencio hasta dejarme caer en el sillón del salón.
-¿Quieres tomar algo? –me preguntó.
-A ti.
-¿Qué?
-Nada, estaba pensando que deberíamos hacer el amor. Hace una semana que no lo hacemos.
-¿Hablas en serio? –dijo aturdida, sentándose a mi lado.
-No, era una broma.
-¿De verdad?
-De verdad –sonreí-. El rojo es el color de la pasión, pero a mí esas nubes no me han excitado precisamente.
-No, a mí tampoco.
-Pero me gustaría que me abrazaras...
Ella sonrió, dulcemente, abrió los brazos –como una sonrisa de su cuerpo- y me rodeó con ellos, llenándome de calor. Su cabeza se apoyó en mi hombro como un cálido pájaro y besé su pelo negro.
-Te quiero –susurré.
-Yo también te quiero –asintió.
-Ya verás cómo esas nubes no se deben a nada grave.
-Ojalá. He escuchado la radio.
-¿Sí? ¿Qué han dicho?
-No saben mucho más que nosotros. No saben de dónde han salido.
-¿La televisión?
-Ya la he puesto. Nadie dice nada.
Resoplé sin saber qué decir.
-Juan, ¿de dónde crees que han salido? –me preguntó con miedo en la voz.
-¿De una central nuclear?
-No creo.
-¿De una explosión?
-No.
-¿De dónde entonces?
-No lo sé. Pero te diré lo que siento: han salido del infierno.
Quise sonreír, pero no pude. Más o menos, yo sentía lo mismo.
-Sabes que eso no es posible –apunté, intentando parecer razonable-. Tiene que haber una explicación. Eso no es una explicación.
-Sólo sé que siento que voy a morir, sí, lo siento, como si una voz interior me lo dijera continuamente, pero no es una voz interior. Es el cielo. El cielo me lo dice. El cielo es la muerte.
-La muerte no es una cosa material –observé-. Hablas de la muerte como...
-Ahora es material –me interrumpió-. Está en las nubes, en el cielo, pendiendo sobre nosotros como una gran espada de Damocles.
-No nos pueden matar unas nubes –manifesté, casi gritando-. No pueden.
-Quizás no nos maten, pero ellas nos avisan. Son un presagio, un mal presagio.
-¿Y qué crees que debemos hacer?
-No lo sé.
-¿Crees que debemos irnos de la ciudad?
-No lo sé. Quizás las nubes cubran toda la región.
-Bueno, ¿crees que debemos salir de la región, del país?
-Quizás ya no haya tiempo.
-Joder, hablas como una sentenciada a muerte.
-Quizás lo estemos.
Resoplé hondamente.
-Ya verás cómo dentro de unos días te reirás recordando esto.
-Me encantaría que fuera así. Me reiría muy a gusto.
-Sí, yo también me reiría -me levanté del sillón y caminé hasta el balcón del salón-. ¿Sabes lo que más me molesta de que esté todo el cielo cubierto de nubes?
-No.
-Que no se puede ver la luna y me gustaría verla.
-Hoy hay luna llena.
-Sí, lo sé.
Eva se levantó del sillón y me rodeó con sus brazos. Sus ojos azules miraron el cielo con admiración y terror.
-Se me hace raro pensar que sea de noche –dijo ella-. Nunca había visto una noche así.
-Tampoco parece que sea de día. Es algo intermedio, extraño, complejo...
-Es un cielo de pesadilla.
“Sí, es una pesadilla”, me dije abriendo el balcón y dejando que parte del cielo invadiera la habitación. La fría noche se coló dentro.
-¿Qué haces? –dijo Eva-. ¿Por qué lo abres?
-Me estaba ahogando. Sentía cómo la noche se pegaba contra los cristales, sentía cómo quería entrar...
-Entiendo –atajó ella.
No creo que lo entendiera; ni yo mismo lo entendía.
Al salir al balcón observé la ciudad, respiré la ciudad. El silencio la rodeaba; un silencio rojo. Muy pocos coches circulaban por los carriles. Muy pocos peatones recorrían las aceras.
Y, de pronto, sin previo aviso, empezó a llover.
Empezó a llover sangre.
Como si el cielo se estuviera muriendo, como si se estuviera desangrando.
Sí, lo vi, lo sentí al instante. Empezó a llover sangre.
Plop.
Plop.
Al caer, las primeras gotas de sangre resonaron en mis oídos como bofetadas, como golpes de tambor, como piedras contra cristal.
Plop.
Plop.
Sangre. Llovía sangre.
Plop.
Plop. Plop.
Plop. Plop. Plop.
Las gotas caían como cuentas del collar rojo del cielo, como lágrimas del diablo, como sudor de Cristo, como granos de arena roja del reloj del juicio final.
-El cielo se está desangrando –musitó Eva, observando atónita las gotas rojas que se estrellaban, como insectos rojos, como pétalos de una rosa roja, sobre la barandilla del balcón.
Sí, era una lluvia de sangre. Olía a sangre. Apestaba a sangre.
Y pronto los hilos de sangre se empezaron a multiplicar formando toda una cortina.
El rojo inundaba todo. La sangre bañaba todo. El cielo era un telón rojo que caía sobre el escenario de la ciudad.
“Dios se está muriendo”, pensé, “Se está desangrando”.
Las personas corrían a sus casas. Los coches corrían a sus garajes. Nadie quería estar bajo el moribundo cielo. Ni Gene Kelly hubiera tenido ganas de cantar bajo esa lluvia.
Y, de pronto, el cielo estalló, la tormenta se desató; un relámpago se precipitó sobre la ciudad como el brazo de un gigante blanco y extendió los dedos deformes sobre la tierra. Al instante, el trueno resonó como una explosión. Pronto, otro relámpago iluminó el cielo.
Relámpagos. Relámpagos blancos sobre fondo rojo.
-Vamos a morir –dijo Eva abrazándome.
La miré, compungido, y esta vez no pude decirle que no. No pude decir nada.
Las nubes se abrieron, explotaron, y la lluvia empezó a caer como una gigantesca cascada; las gotas de lluvia parecían lanzas rojas: los orificios de la regadera del cielo se habían agrandado.
-Entremos –dijo Eva-. No soporto el olor de la sangre.
-De acuerdo –asentí, mirando la lluvia con repulsión.
Entramos y cerramos el balcón. Fuera, la tormenta empezó a arreciar. Los truenos se multiplicaron resonando en mis oídos como si estallaran dentro de mi cabeza.
El cielo escupía sangre a borbotones. Llovía a cántaros. Se asemejaba al diluvio; la herida del cielo parecía no tener fin.
Entonces el teléfono empezó a sonar.
Eva me miró y lo miró a él, se decidió finalmente por él y lo descolgó.
-¿Sí?
-Hija mía, soy mamá.
-Madre... –susurró aturdida. Hacía más de un año que no se hablaba con ella-. ¿Qué sucede?
-Eso es lo que yo te quería preguntar. ¿Está lloviendo barro?
-No, no es barro, madre.
-¿Agua roja?
-No, tampoco lo es.
-¿Es entonces lo que creo?
-Sí. Es sangre.
-Sangre... –musitó su madre, como meditando sobre ello-. ¿Y de dónde ha salido?
-No lo sé.
-Tengo miedo.
-Yo también.
-Quiero verte.
-...
-Quiero verte –repitió su madre.
-Yo también, mamá.
-¿Sí? ¿Lo dices de verdad?
-Lo dice mi corazón, mamá.
-Entonces... ¿vas a venir a verme?
Eva me miró.
Asentí con la cabeza.
-Sí, mamá, enseguida voy.
-Gracias, hija mía. Muchas gracias.
-Hasta ahora.
Colgó y me miró a los ojos.
-Si no quieres venir... –empezó a decir.
-Voy contigo –dije-. Si mis padres vivieran, yo también querría verlos ahora.
-Gracias –dijo, sonriendo levemente-. Te quiero.
-Yo también. Pero vámonos, antes de que...
Antes de que...
La frase murió así, interrumpida incomprensiblemente, sin saber ni yo mismo lo que quería decir.
Abrimos la puerta y empezamos a bajar las escaleras en silencio. No queríamos ni pensar en lo que nos aguardaba en la calle.


La ciudad parecía una casa de muñecas sobre la que una niña caprichosa hubiera derramado un gran bote de pintura roja. Todo estaba bañado en rojo, como si de repente el resto de los colores hubiesen muerto. Eva y yo mirábamos el espectáculo de pesadilla a través de los cristales del portal. La calle se duchaba en sangre y, gracias a que los sistemas de alcantarillado eran nefastos, auténticos ríos recorrían el asfalto arrastrando peces con forma de latas, papeles y cáscaras de plátano, conducidos todos por la corriente hacia el corazón de la ciudad.
El cielo sangrante se desparramaba sin cesar. Caía como una manta fluida, pegajosa, rodeando y envolviendo a las indefensas formas de la ciudad que se convertían en figuras de un museo de sangre de interior real y molde sanguíneo, semejantes a las figuras de cera de las películas de terror.
Y, sin querer alargar la agonía de la visión a través del cristal, temblándome todo el cuerpo, abrí la puerta y le indiqué a Eva que saliera por ella, pero no fue un claro gesto de caballerosidad, sino de cobardía.
-Creo que voy a subir a coger un paraguas –dijo como una autómata mientras miraba la calle.
-Claro... –articulé dejando que la puerta se cerrará silenciosamente-. ¿Subo contigo?
-No, quédate aquí. Ahora mismo bajo.
La vi perderse poco a poco por las escaleras, y el sonido de sus pisadas resonó en mis oídos a la vez que el eco que producían las gotas de lluvia al estrellarse sobre el asfalto. Cuando bajó, blandía su paraguas con la mano diestra como si se tratara de una espada o de cualquier arma con la que luchar contra el destino.
-¿Vamos? –preguntó.
-Vamos –accedí sin atreverme a abrir la puerta.
La abrió ella y el olor de la sangre entró en las ventanas de mi nariz como un perfume venenoso; y el compás de la pertinaz lluvia al precipitarse sobre el asfalto se me antojó como una monótona melodía fúnebre. Las gotas caían con tanta fuerza que parecían querer agujerear y amerar el suelo.
Eva salió a la calle portando el paraguas y yo, cual sombra del mismo, me puse debajo, sintiéndome al ver la monumental postal roja que se extendía ante mis ojos tan insignificante como un gnomo que se refugiaba debajo de una seta. El suelo donde pisábamos era un barrizal de sangre; toda la ciudad parecía un gran helado de fresa en mal estado que se estaba derritiendo.
Empezamos a caminar sin intentar pensar demasiado en ello. Las gotas de lluvia caían sobre el paraguas como maldiciones, como advertencias, como insultos, como desafíos. Me abracé a Eva y la besé en la boca, confiando en que el beso pudiera despertarme del mal sueño que me rodeaba a mí y a la ciudad, si bien no lo conseguí y quedó mi gesto como un acto desesperado y carente de romanticismo.
Pensé en coger un taxi para que nos llevase a casa de su madre, pero, si bien pasaban coches, no creo que ninguno tuviera intención de parar. Por otro lado, con el lavado de sangre que llevaban no era fácil distinguir los taxis de los demás coches ni que éstos nos vieran a nosotros. Eva también se debió de dar cuenta de ello, ya que seguimos caminando en la misma dirección.
Nuestro paraguas parecía un animal herido de cuyos contornos colgaban hilos de sangre que poco a poco se estrellaban contra el suelo. Nuestro caminar se aceleraba a la vez que la lluvia, y nuestros ojos observaban a los cuatro locos que recorrían las calles y a la sangre que parecía hervir bajo nuestros pies; daba la impresión de que el suelo estuviera ocupado por un ejército de hormigas rojas y éstas escalaran por la base de los semáforos, de las señales de tráfico y de las farolas, a la vez que otro ejército caía del cielo e iba envolviendo a dichas formas con su velo sanguíneo. Sí, daba la impresión de que la sangre tuviera vida; los semáforos eran árboles en cuyas bases crecían raíces de sangre que subían por sus cuerpos, dándoles una piel, una piel roja. Sí. Y pronto me di cuenta de que no sólo les daban una piel. Les daban vida.
Una farola empezó a balancearse de un lado a otro –la luciérnaga que habitaba en su cabeza brillaba con maléfica intensidad-, se comprimió increíblemente, como un muelle, se soltó de un salto del suelo y empezó a botar tal y como lo haría un chupa-chups gigante. Se precipitó sobre un asombrado peatón y lo aplastó dejándose caer sobre él como un árbol talado.
Sin darnos tiempo a reaccionar, un buzón de correos se soltó asimismo de la cadena del suelo y echó a correr como un perro rabioso por la acera. Saltó ágilmente sobre una mujer, la tiró con fuerza al suelo, abrió su boca –que parecía el hueco de un ascensor, agrandándose en un segundo como la de un león- y de un mordisco le arrancó la cabeza a la mujer, tragándosela, cayendo al interior junto a sus cartas.
Eva profirió un grito ahogado y yo hubiera vomitado si hubiera tenido tiempo para pensar, ya que al momento una señal de dirección prohibida y un semáforo en rojo se soltaron del suelo con la misma y asombrosa facilidad y se lanzaron sobre nosotros.
Tomé de la mano a Eva y eché a correr a toda velocidad; ella dejó caer el paraguas y la lluvia nos saludó con su húmedo contacto.
Un coche se detuvo al lado de nosotros y corrimos instintivamente hacia él. Al acercarnos nos dimos cuenta de que había sido el propio coche el que había decidido detenerse, ya que el conductor –que lo veíamos a través del cristal delantero por el que pasaban los limpiaparabrisas- intentaba en vano hacerlo andar. Cuando le íbamos a pedir que nos dejara entrar, vimos cómo el asiento se cerraba sobre él como una ostra, cómo el volante se estiraba a la vez como una lanza con punta circular y cómo todo el automóvil se comprimía al igual que un acordeón, quebrándose al unísono todos los cristales de las ventanas y cayendo sobre el desdichado conductor. Las varillas de los limpiaparabrisas acabaron limpiando la sangre de su cuerpo deshecho y aplastado, trazando su continuo arco como bofetadas constantes.
Nos alejamos aterrados, comprendiendo que las cosas que cobran vida se cobran muertes, y vimos de soslayo –no sin cierta alegría- cómo el semáforo y la señal de tráfico que nos perseguían se decidían a entrar en el portal de una casa. Al mirarlas, Eva tropezó con un bordillo (oculto por la nieve roja coagulada) y, como íbamos de la mano, caímos los dos al suelo. No sé de dónde salió, pero en ese momento la tapadera de una boca de alcantarilla se precipitó rodando sobre nosotros a toda velocidad. Con determinación infernal. Me abracé a Eva rápidamente y rodamos juntos por el suelo sangriento. La tapa metálica no nos dio por un pelo, pasando justo a nuestro lado. Al pasar de largo derrapó sobre la lluvia como una rueda encabritada, perdió el equilibrio y cayó al suelo pesadamente.
Eva y yo nos incorporamos y echamos a correr como locos; no podíamos hacer otra cosa. Al pasar delante de un gran edificio observé que una mujer miraba asombrada desde su ventana abierta el dantesco espectáculo. Entonces, en cuestión de un segundo, el alféizar de la ventana se cerró sobre ella como una prolongación de la pared y la aplastó como si fuera un insignificante insecto. Luego la ventana adoptó forma de ojo –inyectado en sangre de la desgraciada mujer- y me dedicó un guiño cómplice. A la vez, la puerta del edificio se abrió de par en par y salió ondulando en el aire una gran alfombra roja: comprendí que el edificio me estaba sacando la lengua.
Lo maldije con toda mi alma y seguí corriendo sin saber si merecía la pena escapar, sin saber si habría algún sitio donde pudiéramos escapar. Sin embargo, mis piernas querían vivir y a ellas las seguía. Eva también seguía mi ritmo, presa del terror, y estrechaba mi mano con tanta fuerza que me hacía daño.
Sin embargo, la tapadera metálica frenó nuestra huida; me golpeó por detrás en una pierna, levantándome con fuerza en el aire, y caí al suelo con todo mi peso, arrastrando en mi caída a Eva. Después la tapa de alcantarilla siguió rodando como si nada y empezó a perseguir a un hombre.
Mientras me incorporaba a duras penas a la vez que Eva, vi cómo a dicho hombre se lo tragaba la tierra, desaparecía de mi visión y, al ver botar burlonamente a la tapadera –opérculo de la poseída ciudad-, comprendí que el hombre había caído por el hueco de una alcantarilla, sencilla trampa de caza cubierta seguramente por una frágil telaraña sangrienta.
Torcimos la esquina y recorrimos a toda velocidad una callejuela en la que unos cubos de basura devoraban ávidamente a unos gatos; los desesperados maullidos me afectaron más que cualquier agónico grito humano.
Seguimos corriendo sin intentar prestar atención a todo el infierno que nos rodeaba y salimos a la calle donde se encontraba la casa de la madre de Eva. Aceleramos el paso, sintiendo cada vez con más fuerza la cortina sangrienta que nos empapaba sin cesar y observamos asombrados una motocicleta fantasma que por sí sola acosaba a un joven y una estatua ecuestre que perseguía al galope a una mujer mayor. Al mismo tiempo, sorteamos algunos cadáveres humanos y llegamos por fin enfrente de nuestra meta.
El edificio en cuestión y todos los demás se habían convertido en increíbles monstruos de pesadilla; habían adoptado formas tan orgánicas que ni el mismísimo Gaudí se hubiera atrevido a soñar. El tejado parecía la joroba de un ser deforme, coronada por un pararrayos que bailaba al compás de los relámpagos que lo besaban con su blanca luz; semejaba un cañón láser de discoteca que iluminaba la encarnada pista del cielo: los truenos ponían la música. Más abajo, las ventanas del edificio habían adoptado formas de ombligos que se abrían y cerraban a su antojo, convirtiéndose en ojos amenazantes. Toda la fachada se movía y se convulsionaba como la superficie del mar durante una tormenta y la entrada principal era una enorme bocaza que sonreía con una mueca feroz. Temblé al verla, pues sabía que iba a tener que traspasarla. Me sentí como un bombero que debe entrar en una casa en llamas. Acongojado, dejé de mirar el monstruoso edificio y me volví hacia Eva.
-Tenemos que entrar –me dijo con voz firme-. Mi madre está dentro.
-Sí –asentí con un hilo de voz, sabiendo perfectamente que era una locura el entrar y que su madre estaría ya muerta.
Nos miramos a los ojos: vimos la muerte reflejada en nuestras pupilas. Entrelazamos nuestras manos y corrimos hacia lo que hacía tan sólo unos minutos era un edificio vulgar y ahora era un monstruo hambriento, devorador, al igual que toda la ciudad.
Al acercarnos, las olas de cemento de la fachada se agitaron violentamente y la puerta se abrió aún más; entramos por ella velozmente, sin pensar que nos metíamos en la boca del lobo. El suelo tembló bajo nuestros pies y nos dirigimos corriendo hacia las escaleras como quien recorre el interior de una ballena, como dos células extranjeras dentro de un cuerpo ajeno; las paredes bailaban de lado a lado y estaban cubiertas de sangre, como todo. Casi sin mirarlas llegamos presurosamente a las escaleras y las empezamos a subir ignorando el vaivén que nos envolvía, subiendo los escalones de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, pero al llegar al primer piso y empezar a recorrerlo el suelo y el techo decidieron darse un beso.


Desperté poco a poco, algo después de que la oscuridad me envolviera, sintiendo con agrado la sangre que me rodeaba dándome vida después de la muerte. Al abrir los ojos y ver mi aplastado y maltrecho cuerpo cubierto de sangre, el de Eva, el de su madre y otros muchos más, me incorporé y me encaminé junto a ellos a dar vida a través de la muerte a todo aquel que se interpusiera en nuestro camino.

martes, 28 de agosto de 2012

RESEÑAS DE "LA LUZ DEL DIABLO" (11)

Fernando Martínez reseña "La luz del diablo" (Mira, 2008) en Anika entre libros. Pongo el enlace a continuación:


En la fotografía, Fernando Martínez y Roberto Malo en una Feria del Libro. En su reseña de "La luz del diablo", Fernando Martínez destaca especialmente el relato "La escena definitiva".


lunes, 27 de agosto de 2012

EN EJEA DE LOS CABALLEROS

En la fotografía, el escritor Pepe Serrano, Conchita Palacio, directora del CEIP Ferrer y Racaj de Ejea de los Caballeros, y el escritor Roberto Malo, en el "IV Encuentro de Lectura en Familia", que se celebró en el centro.

Roberto Malo dinamizó una sesión con adultos sobre su novela "Asesinato en el club nudista" (Nalvay) y Pepe Serrano estuvo con el alumnado con dos de sus libros de literatura infantil: "Máziel Spück y el misterio del cuadro" (Nalvay) y "Cocina rápida para tortugas" (Nalvay). Nos trataron de maravilla y lo pasamos estupendamente. ¡Hasta otra!

viernes, 24 de agosto de 2012

EN LA FERIA DEL LIBRO DE SALLENT

El domingo 26 de Agosto estaré todo el día en la I Feria del Libro Aragonés en Sallent de Gállego, de 10:30 a 20:30 horas, en la Plaza del Mentidero, firmando ejemplares de "Asesinato en el club nudista" con la editorial Nalvay. ¡Nos vemos!

jueves, 23 de agosto de 2012

LA REVELACIÓN



El encuentro

Emilio abrió la puerta del apartamento alquilado y lo recorrió con la vista. Era el típico apartamento de playa: un pequeño cuarto de estar, un sencillo dormitorio, un baño con ducha y una terraza con vistas al mar. Satisfecho, Emilio llevó la maleta al dormitorio y la puso encima de la cama. Tras abrirla, empezó a colgar ropa en los colgadores del armario, pero entonces oyó que se abría una puerta.
-¡Hola! ¿Hay alguien? –dijo una voz.
Emilio se sobresaltó ligeramente. ¿Cómo podían haber abierto la puerta? Salió raudo del dormitorio y miró la entrada del apartamento. Estaba cerrada. Y no había nadie allí.
-Hola –dijo alguien a sus espaldas.
Emilio se volvió dando un respingo. Había un joven en bañador en el cuarto de estar.
-¿Cómo has entrado? –quiso saber, algo asustado.
-Por aquí –dijo el joven serenamente y señaló una puerta blanca-. Esta puerta comunica con mi apartamento. He oído que entrabas y me he dicho: voy a conocer a mi nuevo vecino. Me llamo Bruno –se presentó sonriendo y le tendió la mano.
-Yo... Emilio... –asintió aturdido, estrechando su mano.
Los dos se miraron, estudiándose. Bruno era rubio, bastante guapo y tenía un cuerpo musculoso de gimnasio. Emilio era moreno, tenía un rostro anodino y estaba algo fofo físicamente. Los dos aparentaban veintipocos años.
-La próxima vez que quiera entrar llamaré primero a la puerta –dijo Bruno como disculpa-. Perdona si te he asustado.
-Oh, no..., qué va.
-Puedes poner el pestillo que hay en la puerta si quieres.
-Sí..., claro.
-Bueno –dijo Bruno y se sentó en una silla como si estuviera en su casa-, ¿cuánto tiempo vas a estar aquí?
-Eh... Quince días –dijo Emilio sentándose también.
-Bien, bien. Yo voy a estar todo el mes. ¿Has venido solo?
“Comienza el interrogatorio del vecino chismoso”, pensó Emilio.
-Sí. Mi novia está aquí de vacaciones, con su familia, y he venido a verla.
-No está mal –sonrió Bruno.
“Ahora es mi turno”, se dijo Emilio.
-¿Y tú? ¿Estás solo también?
-Sí, estoy tan solo como tú. Aquí tengo buenas amigas.
-¿Y llevas mucho aquí?
-Un mes.
-¿Y vas a estar otro mes?
-Sí.
-Menuda suerte –suspiró Emilio-. ¿Trabajas aquí?
-Bueno, trabajar no. Pero tengo una ocupación importante. Soy buscador de almejas –dijo Bruno y sonrió lascivamente-. Hay unas tías estupendas en esta playa.
-Sí, desde luego. Es una buena ocupación de verano.
-Sí, lástima que tú estés con novia.
-Ya, qué se le va a hacer.
-Sí, qué se le va a hacer. Bueno, no te quiero molestar más. Seguro que tienes que organizarte todo. Me voy. Ya nos veremos –se despidió y entró por la puerta que comunicaba con su apartamento.
-Sí, ya nos veremos.
Emilio dejó pasar unos segundos, se acercó a la puerta y puso el pestillo. Suspiró, volvió al dormitorio y siguió colgando sus ropas. “Joder, menudo elemento”, pensó, “Y vaya puerta de mierda”.
Cuando arregló todo, salió del apartamento y buscó una cabina de teléfonos. Llamó a su novia y quedó con ella en la playa.



La batalla

Su novia se llamaba Adriana. Era alta y muy guapa, aunque extremadamente delgada. Tumbada en la playa junto a Emilio, parecía un esqueleto en bañador.
Los dos estaban cerca de la orilla, cada uno en una toalla, y observaban atentamente a unos niños que jugaban en el agua. Eran tres niños y tres niñas. Se tiraban puñados de arena mojada unos a otros y Adriana y Emilio los observaban sin perder detalle por si se escapaba hacia ellos alguna bala perdida de arena.
La batalla de arena no era de todos contra todos. Era una guerra de sexos. Los niños contra las niñas. Las niñas contra los niños. Los niños jugaban a joder a las niñas. Las niñas jugaban a joder a los niños. Poco imaginaban que por mucho que crecieran, de alguna manera, seguirían jugando a lo mismo.
De las tres niñas, la más pequeña –que tendría unos cuatro años-, pidió una tregua y entró en el mar para quitarse toda la arena mojada que tenía pegada al cuerpo. Sumergió su cuerpecito en el mar y salió de allí sin arena en la piel, caminando graciosa y coquetamente a pesar de su corta edad.
Adriana la observaba embelesada.
-Al ver a una cría tan maja me dan ganas de tener un hijo –le dijo a Emilio.
-A mí me sucede lo mismo al verte a ti, mi niña –replicó él y le dio un beso-. Por cierto, ¿te he contado el susto que me he dado al entrar en el apartamento?
-No. ¿Qué susto?
Emilio se lo contó a grandes rasgos, sin entrar en detalles.
-Así que hay una puerta que une los dos apartamentos –sonrió Adriana.
-Como lo oyes.
-Y veo que tu vecino no es nada tímido, pues si nada más entrar tú allí se te presenta...
-No, no creo que sea nada tímido.
-¿Cómo se llama?
-Bruno.
-¿Y cómo es?
-Debe de ser más o menos de nuestra edad.
-¿Es guapo?
-Bueno, yo diría que es bastante atractivo –dijo Emilio forzando la voz, simulando la de una mujer.
-Vaya, tengo ganas de conocerlo –dijo Adriana.
No iba a tener que esperar mucho.


El favor

La noche había caído sobre la playa. Sin embargo, en el apartamento de Emilio era todavía de día, iluminado por un sol colgado del techo y encerrado en una lámpara circular. Adriana y Emilio estaban vestidos –llevaban una camiseta y el bañador- y estaban sentados en la cama. Adriana sostenía dos copas de cristal y Emilio se dejaba las manos intentando abrir la botella de champán. Por fin lo consiguió y un mar de espuma y burbujas llenó las copas.
-Por nosotros –dijo Emilio alzando la copa.
-Por nosotros –asintió Adriana.
Las copas hicieron chin chin y después se vaciaron en sus bocas. Emilio dejó las dos copas en la mesilla de noche y volvió a la cama junto a Adriana. La besó y entre mimos empezó a quitarle la camiseta.
De pronto, alguien llamó con la mano en la puerta y se oyó claramente:
-¿Hay alguien? ¿Puedo pasar?
-¡Mierda! –gruñó Emilio.
-¿Quién es? –dijo Adriana.
-Nuestro querido vecino –apuntó Emilio secamente.
-Vaya... –articuló Adriana.
-¿No lo querías conocer? –señaló Emilio y se levantó de la cama.
Salió del dormitorio y fue al cuarto de estar. Quitó el pestillo de la puerta y la abrió.
Bruno aguardaba, en calzoncillos.
-Perdona que te moleste –dijo al momento-, pero es urgente.
-¿De qué se trata? –inquirió Emilio.
-Verás, estoy con esta morena... –dijo él y señaló a la mujer que tenía detrás.
Emilio miró a la mujer. Sólo llevaba puestas las bragas. Era una morenaza impresionante. Sus senos eran enormes, redondos e increíblemente firmes; parecía que estuvieran sostenidos por unas manos invisibles. Sus muslos eran apetecibles, exquisitos. Y no estaba nada gorda; su cintura era estrechísima. Era toda una mujer, con unas curvas ideales donde se deben tener.
“Esto es una mujer”, pensó Emilio, “y no el amasijo de huesos que tengo por novia”. Miró luego a Bruno.
-¿Qué? ¿Qué querías? –dijo débilmente, todavía conmocionado por la visión.
-Decía que estoy con esta preciosidad..., bueno, ya estábamos para... –continuó Bruno-, en fin..., y me he dado cuenta de que no me quedan condones.
-¿Cómo? –acertó a decir Emilio.
-¿No tendrás tú?
-Sí..., sí que tengo –asintió Emilio con un hilo de voz.
-¿Me podrás dejar un par?
-Sí, claro. Pasa, pasa.
Emilio entró en el dormitorio, seguido de Bruno. Adriana estaba sentada en la cama.
-Bruno, Adriana –presentó Emilio.
-Oye, qué chica más guapa –dijo Bruno sonriendo y le dio dos sonoros besos.
Con un rápido vistazo, la observó de arriba abajo, fijándose en los delgados brazos y en las delgadas piernas que sobresalían de las fronteras de la camiseta de manga corta; al darse cuenta de su extrema delgadez su rostro pareció decepcionarse, borrándose lentamente su sonrisa.
Adriana lo notó y se sintió algo azorada.
Entretanto Emilio abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó una caja de preservativos.
-Toma –dijo y se la dio a Bruno.
-No sabes el favor que me haces –agradeció Bruno-. Te lo devolveré, por supuesto. ¿Tendrás más para ti, verdad?
-Descuida. Tengo más. Y no hace falta que me devuelvas el favor. Me molestaría, de verdad.
-Gracias, muchas gracias. Hasta otra –dijo Bruno mirando a Adriana y a Emilio.
-Hasta otra –asintió Emilio.
Adriana lo vio salir de la habitación, sin decir palabra.
Bruno entró en su apartamento y cerró la puerta.
Emilio se volvió hacia Adriana.
-Será cabrón –comentó-. Menudas confianzas...
Adriana lo miraba con el semblante serio.
-¿Qué te ha parecido?
-No sé –respondió ella, como ausente.
-¿Te ha gustado?
-Yo no le he gustado a él.
-¿Qué? –dijo Emilio, aturdido.
-Nada –dijo ella-. Olvídalo.
Emilio la abrazó.
-¿Continuamos? –preguntó besándola.
-Continuemos –accedió ella.



El grito

Dos horas y media después, Adriana se vistió y se marchó al apartamento de sus padres.
Emilio, ya solo, se dejó caer largamente en la cama. El silencio lo envolvió; en su apartamento no había radio ni televisión, y ahora no había nadie a quien hablar. Sin embargo, el silencio no era total. Se oían unos leves jadeos del apartamento de al lado.
“Menuda nochecita se están pegando”, pensó Emilio con disgusto.
Poco a poco, los jadeos se fueron haciendo más y más intensos, acabando en lo que fue un auténtico grito, un grito de mujer desgarrador.
“Menudo orgasmo”, se dijo Emilio impresionado.
Se levantó de la cama y salió a la terraza; la brisa marina lo inundó. No tenía sueño. Se sentó en una silla y observó el negro mar. La luna estaba casi llena y se veía de un color anaranjado. Emilio no sabía por qué se veía de ese color, pero el caso es que así resultaba muy hermosa.
Miró su reloj: eran las cinco de la mañana. Se levantó de la silla y se apoyó en la barandilla de la terraza. Miró abajo. Había varios coches aparcados en la acera. Más allá de la acera y los coches, la arena de la playa. Más allá de la arena de la playa, el mar. Más allá del mar, el cielo. Y más allá del cielo... ¿quién sabe?
Empezaba a pensar que tarde o temprano se tendría que echar a dormir, pero no tenía sueño. Y le encantaba ver la noche. La negra y hermosa noche.
Al rato, vio salir del edificio a alguien. Era la silueta de un hombre que llevaba una bolsa de basura. La silueta se acercó hasta un contenedor y dejó la bolsa dentro. Al volverse, para entrar de nuevo en el edificio, Emilio vio su rostro. Era Bruno.
“Menudo momento para sacar la basura”, pensó Emilio, “Las cinco de la mañana”.
Sin darle importancia, decidió acostarse.



La rubia

Tras unas gafas de sol, Emilio estaba tumbado boca arriba en una toalla. A su lado estaba Adriana. Los rayos del sol los besaban.
-Tiene gracia –decía Emilio bostezando-, anoche no tenía sueño, y ahora me muero de sueño.
-Es normal –dijo Adriana.
-¿El qué es normal?
-El que ahora tengas sueño.
-Pues no creo que sea normal. Lo que hubiera sido normal es que ayer hubiera tenido sueño, puesto que era de noche. Claro que a lo mejor debo dormir por el día y vivir por la noche.
-¿No te habrá mordido alguna vampiresa? –preguntó Adriana con una sonrisa.
-Como no hayas sido tú...
-A propósito, tengo sed. Voy al chiringuito a por un refresco. ¿Quieres algo?
-Sí, tráete dos refrescos.
-¿De qué lo quieres?
-De lo que quieras tú.
-De acuerdo. Ahora vengo.
Emilio cerró los ojos –lo cual no le costó mucho- y disfrutó del sol. Así veía todo rojo y sentía los rayos solares sobre su cuerpo clavándose en él como flechas infernales.
De pronto oyó una voz. Una voz que le resultaba conocida. Abrió los ojos. Era Bruno, un par de metros delante de él, charlando con una preciosa rubia en tanga. Paseaban los dos por la orilla. La rubia, desde luego, no era la mujer con la que Bruno había pasado la noche –Emilio todavía la recordaba vívidamente-, pero no tenía nada que envidiarle; lucía un cuerpo increíble, apetecible. Sin duda alguna, Bruno tenía buen gusto.
-¡Bruno! –le llamó Emilio, saludándole con una mano.
Bruno se giró y lo vio en la toalla. Dejó a la rubia y fue hasta él.
-¿Qué tal? –le saludó, estrechándole la mano.
-Bien –asintió Emilio. Se puso en pie-. Bueno, ¿dónde está la morena con la que estabas ayer? ¿Ya te has cansado de ella?
-Sí, me gusta cambiar.
-Es una pena. La de ayer estaba buenísima –dijo Emilio sin intentar darle coba en absoluto.
-Sí, estaba buenísima –asintió Bruno.
-¿Qué haces para conseguir ir con mujeres tan increíbles? –quiso saber Emilio, como quien pide consejo al diablo.
-Bueno, verás, es un secreto...
-¿Un secreto?
-Sí, pero me caes bien, Emilio. Te lo voy a decir –dijo en voz baja, mirando hacia ambos lados-. He hecho correr el rumor de que mi polla habla y todas las mujeres quieren probarla. Es algo increíble, te lo juro. Pero, en verdad, no habla. Lo hago yo, que soy ventrílocuo –dijo riendo.
-¿Lo dices en serio? –dijo Emilio visiblemente asombrado.
-Yo nunca hablo en serio –dijo Bruno-. ¿Acaso te lo habías creído?
Emilio sonrió con una mueca. “Será cabrón”, pensó.
-¿Y tu chica? –preguntó Bruno.
-Por ahí viene –dijo Emilio viéndola acercarse por la arena con los dos refrescos.
-Es muy guapa, pero no tiene mucho donde hincarle el diente        –observó Bruno.
Emilio sonrió forzadamente.
-Bueno, luego nos veremos –se despidió Bruno y regresó con la rubia.
-Hasta otra –asintió Emilio y se volvió a tumbar en la toalla.
Vio cómo Bruno abrazaba a la rubia, alejándose ya los dos, y a él lo abrazó la envidia.
Adriana llegó con los refrescos.
-¿Ése era Bruno, verdad?
-Sí –asintió Emilio sin dejar de mirar a la rubia.



La tarta

Un río de besos discurría entre Emilio y Adriana. La noche había caído y ellos dos habían caído sobre la cama. Emilio estaba quitándole la ropa a Adriana, presa de la pasión, cuando de pronto oyó:
-¿Puedo pasar?
-¡...Joder! –exclamó Emilio-. ¡El pesado del vecino otra vez!
-Tiene el don de la oportunidad –dijo Adriana resoplando-. Es como si lo hiciera aposta.
Emilio se levantó malhumorado y fue hasta la puerta. La abrió de un tirón y ahí estaba Bruno, con una sonrisa de oreja a oreja.
-Te debía algo –le dijo y le entregó una gran caja circular.
-¿Qué es esto? –dijo Emilio-. ¿Una caja de preservativos para elefante?
-No, no –dijo Bruno riendo-. Es una tarta. De chocolate.
-Vaya, muchas gracias... Qué detalle. Me encanta el chocolate y a Adriana también.
-Me alegro –sonrió Bruno.
-Bueno, ¿qué tal si vamos a comérnosla entre todos? ¿Estás con alguna mujer, no? Pasad los dos.
-No, no –rehusó Bruno-. Es sólo para vosotros. Disfrutadla... Creo que ya os he molestado demasiado. Debo irme.
-Espera un momento –le interrumpió Emilio-. ¡Adriana, sal! Mira, nos ha traído una tarta.
Ella salió del dormitorio.
-Muchas gracias –dijo cabizbaja.
-Es de chocolate, muy buena –dijo Bruno, mirándola fijamente-. Engorda bastante, pero está muy buena.
-A ver si es verdad –sonrió ella.
-Bueno, ya nos veremos –se despidió Bruno.
-Hasta mañana –asintieron Adriana y Emilio.



El mar

El ojo amarillo del cielo brillaba con intensidad sobre la playa. Adriana y Emilio estaban tumbados en la cálida arena.
-Somos unos cerdos –murmuraba Emilio-. ¿Cómo pudimos comernos toda la tarta?
-Estaba muy buena –sonrió Adriana.
-Sí, estaba buena. Pero había tarta para todo un equipo de fútbol. Y nos la comimos entre nosotros dos solos. Y en un tiempo récord.
-Bueno, vale, pero no lo cuentes por ahí. No se lo digas a nadie.
-¡Claro que no lo voy a contar por ahí! Me dirían que soy un cerdo, y con razón.
-Tampoco te pongas así –estimó ella-. Yo hoy me noto un poco más gorda y a mí eso me alegra. Debería ganar algunos kilos. Quizás debería tomarme una tarta de chocolate todas las noches.
-¡Sí, hombre! Una tarta cada noche, ¿no?
-No sería mala idea.
Emilio resopló y se tumbó boca abajo.
-Me voy a dar un baño –señaló ella-, ¿vienes?
-No puedo –alegó él-. Me siento como el lobo del cuento. Ese al que le llenan el estómago de piedras. Si me meto en el agua, me ahogo.
-Pues hasta ahora, chocolatero –dijo ella sonriendo, y se metió en el mar.



Las llaves

Atardecía y el cielo se teñía de violeta. Emilio había dejado atrás la arena y su novia y se dirigía solo a su apartamento. Había quedado con ella por la noche, en un bar del puerto, y ahora se disponía a ducharse y arreglarse en condiciones para la noche.
Cuando llegó ante la puerta del apartamento, abrió su bolsa playera e intentó localizar dentro las llaves. Apartó a un lado la toalla, la crema, las gafas de sol... pero no se veían las llaves. Sacó todo de la bolsa, dejándolo en el suelo.
Las llaves no estaban.
¿Las habría perdido? No, era algo más sencillo: se las había dejado dentro.
-¡Mierda! ¿Qué coño hago yo ahora? –se dijo.
No tuvo que pensar mucho. La puerta de al lado era la de Bruno. Y el apartamento de su vecino comunicaba con el suyo. Y creía recordar que no había puesto el pestillo en la puerta del cuarto de estar desde la última vez que había entrado por ella su vecino. Así pues, si estaba Bruno dentro...
Llamó a la puerta.
Pasaron unos segundos y nadie abrió.
Volvió a llamar.
Nada.
-¿Cuándo vendrás, Bruno? ¿Dónde estás, ahora que te necesito?
Se sentó en el suelo y quiso pensar que Bruno no tardaría en llegar. Sin embargo, ¿y si tardaba? ¿Y si estaba por ahí con alguna mujer? ¿Y si no volvía hasta la mañana siguiente?
No, no podía esperar.
Se levantó y pensó en otra posibilidad para entrar: el portero. Sí, el portero seguramente tendría otra llave de su apartamento. Decidido, fue a por él.
Lo encontró en la entrada de los apartamentos, charlando con una guapa extranjera. Interrumpió su conversación de la manera más sutil; lo cogió de un brazo y lo arrastró dos metros más allá de la extranjera.
-Me he dejado las llaves dentro –le dijo nerviosamente-. ¿Tiene usted llaves de mi apartamento?
-No, lo siento. No tengo más llaves.
-¿No? ¿Y qué hago entonces para entrar?
-Bueno, usted tiene suerte. Está en un segundo piso. Puede entrar por la terraza.
-¿Por la terraza?
-Sí, no es la primera vez que esto sucede. No hay otra solución.
-¿Y usted cree que yo podré subir hasta mi terraza?
-Hasta un niño lo haría –dijo el portero con seguridad.
-Sí, un niño sí –asintió Emilio-, pero, ¿y yo?



La revelación

El portero había sacado una larga escalera y la había inclinado hasta tomar contacto con la terraza de Emilio.
-Suba –dijo tranquilamente.
-Tengo vértigo –dijo Emilio con una mueca.
-Y también tiene las llaves dentro. Suba, ande.
-De acuerdo. Pero sujete bien la escalera.
-Descuide.
Emilio empezó a subir por la escalera con suma lentitud, con sumo cuidado, mirando al portero y al suelo y sintiendo que no debería tener miedo, pues su terraza estaba sólo a cuatro o cinco metros del suelo, pero sintiendo miedo.
Tras quince o veinte interminables segundos, llegó a la terraza; entró dentro con cuidado, con alivio.
-Ve cómo no era tan difícil –dijo sonriendo el portero mientras retiraba la escalera.
-Gracias, y perdone las molestias –dijo Emilio sonriendo también.
Se volvió y miró la puerta corredera de su apartamento que daba a la terraza: estaba cerrada por dentro. Y estaba la persiana bajada hasta el suelo. No podía entrar.
-¡Mierda! –gruñó.
Miró la terraza de al lado; la terraza de Bruno. La puerta que daba a ella no estaba cerrada del todo.
Emilio sonrió. Al parecer, ya lo tenía. Saltó a la terraza, corrió levemente la puerta y pasó al interior. Por fin, parecía que iba a poder entrar en su apartamento. Sin embargo, al entrar en la sala, lo que vio le hizo pararse en seco.
Dentro estaba Bruno, agachado y desnudo. Pero no estaba solo. Tumbado en el suelo estaba el cadáver desnudo de una mujer y se notaba al momento que era un cadáver, pues la cabeza de la mujer estaba separada del cuerpo, con un mar de sangre alrededor. Bruno empuñaba en su mano derecha un gran cuchillo lleno de sangre.
Los dos se miraron sorprendidos, sin moverse. Emilio quiso explicar que había entrado por la terraza para poder entrar en su apartamento por culpa de haberse dejado las llaves dentro, pero no salió ninguna frase de su boca. Estaba atónito, sin saber qué pensar, sin poder decir nada. Igual que una imagen puede valer más de cien palabras, una imagen te puede dejar sin palabras. Miraba a Bruno y a la mujer como un estúpido.
Bruno, en ese breve intervalo de tiempo, se irguió ligeramente, avanzó hasta una mesa, abrió un cajón y sacó una pistola, dejando el cuchillo sobre la mesa.
Emilio, asustado al ver la pistola, empezó a hablar temblorosamente, a parlotear nerviosamente lo primero que le vino a la mente.
-¡No me mates! ¡No diré nada! ¡Entenderé lo que me digas! ¡Sí, se dio un golpe en la cabeza, sí, fue un accidente! –dijo él, apreciando un gran golpe que tenía la cabeza de la mujer, entre los cabellos rubios, por el que fluía sangre espesa y oscura.
Bruno le apuntó con la pistola.
-¡No diré nada! ¡Lo juro! –gritó Emilio-. ¡Mierda, sólo quería entrar en mi casa! ¡Me he dejado las llaves dentro! ¿Merezco morir por eso?
Bruno lo miraba fríamente. Ya no era ese vecino sonriente y alegre.
-¡Puedes confiar en mí! ¡Dios, no quiero morir! –suplicó Emilio poniéndose de rodillas.
Cerró los ojos y esperó impotente el disparo.
-No te voy a matar –dijo Bruno, sin dejar de apuntarle-. Al fin y al cabo, me caes bien. Y la verdad, no te quiero matar. Pero me jode que hayas entrado por la terraza y que hayas visto esto.
-A mí también –se apresuró a decir Emilio-. Pero sé olvidar. Olvidaré todo. Será como si no hubiera visto nada.
Bruno dejó de apuntarle.
-Que así sea –sentenció-, porque no te voy a matar. Si te matara tendría problemas.
Emilio resopló ligeramente.
Los dos se miraron. Sin decir nada. En silencio. Un silencio tenso.
-No te preocupes –serenó Bruno-. Es una turista, nadie la echará en falta.
“Si a mí me mataras, alguien sí que me echaría en falta”, pensó Emilio.
-Si quieres, puedo ayudarte a limpiar la sangre –se ofreció Emilio pensando que era mejor pasar por loco que por muerto.
Bruno sonrió ante semejante insinuación.
-Joder, gracias, pero no hace falta que te conviertas en mi cómplice. Ya te he dicho que no te voy a matar y suelo cumplir mi palabra.
Emilio sonrió aliviado.
-¿Por qué la mataste? –preguntó dejándose llevar de pronto por la curiosidad.
-La deseaba –respondió Bruno y dejó un segundo la pistola sobre la mesa y se puso unos calzoncillos.
-Claro, claro –asintió Emilio, como si aquella respuesta hubiera sido coherente.
Bruno volvió a coger la pistola y fue hasta la cocina.
Emilio sintió que le temblaban las piernas. ¿Es que su entereza y su locura se estaban deshinchando? ¿Y si se iba corriendo de allí? No, no, ya no podía.
Bruno salió de la cocina con una bolsa de basura. Fue hasta el cadáver, tomó la cabeza por los cabellos y la metió en la bolsa.
-¿Sabes por qué voy a tirar la cabeza a la basura? –preguntó.
Emilio negó con la cabeza –dando gracias a Dios por poder hacer exactamente eso: negar con la cabeza-, recordando de pronto la imagen de Bruno sacando una bolsa de basura a las tantas de la madrugada.
-Porque la cabeza de la mujer no me sirve –se respondió Bruno.
-Claro, no te sirve –repitió Emilio, como un loro hablando con un loro loco.
-¿Y sabes qué voy a hacer con su cuerpo?
-No –dijo Emilio.
Bruno lo miró con fijeza.
-Me lo voy a comer –dijo finalmente.
Emilio se quedó sin habla.
-¿Qué has dicho? –dijo confiando en haberlo oído mal, confiando en que se tratara de una de sus bromas.
-Me lo voy a comer –repitió Bruno con un tono de voz desgarrador, rasgando las palabras al pronunciarlas. Parecía tener una sierra mecánica en su boca.
Emilio lo miró con miedo, con horror. Bruno no parecía bromear en absoluto.
-Sí, soy un caníbal –dijo tranquilamente.
Emilio miró el cuerpo y sintió ganas de vomitar.
-Les corto la cabeza, tiro su cabeza, porque es todo pelos y huesos, y me como todo el cuerpo.
-¿Como si fueran gambas? –pensó Emilio en voz alta.
-Sí, así es –asintió Bruno-. ¿Nunca te has comido a una mujer?     –preguntó como si aquello lo hiciera todo el mundo.
-No, por Dios –respondió Emilio con asco.
-¿Nunca, al estar junto a una mujer, has deseado tenerla toda para ti, tragártela, devorarla, apoderarte de ella, alimentarte con ella? –siguió Bruno con una voz que envidiaría el mismísimo Satanás-. ¿Nunca has tenido un hambre sexual tal que no puedes negarte a tus impulsos?
-No, no –repuso Emilio deseando tener unos tapones de cera en los oídos, deseando no oír nada.
Bruno lo miró fijamente.
-Se me hace raro que los demás no sientan lo mismo que yo. ¿No has pensado nunca que todos están equivocados menos tú? No entiendo por qué la mayoría de los hombres no se comen a las mujeres. Yo no lo puedo evitar. Es algo sexual. No lo puedo controlar. Las mujeres son un plato tan exquisito...
Emilio lo miraba acobardado. “Está loco, loco como un cencerro”, pensaba. De pronto, un loco pensamiento pasó por su cabeza.
-¿Sólo te comes a las mujeres? –preguntó sin querer preguntar directamente si se comía también a los hombres.
Bruno sonrió levemente.
-Sí, sólo a las mujeres. Puedes estar tranquilo. A los hombres no me los como. Es normal; no me atraen sexualmente. Y, además, creo que la carne del hombre no es tan buena como la de la mujer; es más dura y con más pelos.
Emilio miró el cuerpo de la mujer. Todavía lo recordaba caminando por la playa junto a Bruno. Era un cuerpo hermoso, aun estando sin cabeza, pero aun así no hubiera podido hincarle el diente ni borracho.
-No me como el cuerpo crudo –dijo Bruno, adivinando sus pensamientos-. Tengo un buen horno en la cocina. Me lo como asado.
Emilio lo escuchó asombrado, sintiendo que las palabras de Bruno lo estaban hundiendo poco a poco en arenas movedizas llenas de carne humana. Sin embargo, a la vez, sentía una extraña y morbosa curiosidad.
-¿Desde cuándo te comes a las mujeres? –se atrevió a preguntar, sin saber muy bien cómo.
-Desde hace unos años –respondió Bruno, pensativamente-. Tardé bastante en darme cuenta de lo que me pasaba. Yo con las mujeres siempre quería más y más, algo me faltaba. Me di cuenta de que con hacer el amor no me saciaba. Necesitaba más, necesitaba todo de ellas, dentro de mí. Y comprendí.
-Pero eso es un asesinato... –opinó Emilio con un hilo de voz.
-Sí, ése es el problema –asintió Bruno-. Las tengo que elegir bien. Suelen ser turistas, que hayan venido solas, que no conozcan aquí a casi nadie. Y no creas, con las mujeres que aprecio de verdad no intento nada. Sé cómo terminaría la cosa.
Emilio lo miró pensativo. Era algo increíble; algo salvaje y absurdo. Y, extrañamente, sentía pena por él. Sí, pena. Al principio Bruno le había parecido un joven alegre y feliz; y ahora veía que todo eso era una fachada. Era, en realidad, un pobre loco atrapado dentro de un deseo salvaje que tiraba de él, que podía con él; un pobre amargado por su necesidad secreta, por su necesidad brutal e impensable.
-¿Qué opinas? –preguntó Bruno interrumpiendo sus pensamientos.
-No sé... –dijo Emilio casi imperceptiblemente.
-Bueno, sólo quiero que entiendas que esto lo tengo que hacer. Aunque no sé si tú lo podrás entender. En tu caso es normal que no te comas a tu novia; es todo huesos –dijo sonriendo.
Emilio asintió con la cabeza, intentando sonreír sin conseguirlo.
-La carne humana es además muy buena –prosiguió Bruno.
En el rostro de Emilio se formó una mueca de desagrado.
-De verdad, no bromeo –aseveró Bruno-. Es tan buena o más que la de cualquier otro animal. Mira, te lo demostraré –dijo entrando rápidamente en la cocina.
Emilio sintió otra vez deseos de irse de allí, de desaparecer. Deseó que se abriera el suelo de la habitación y desaparecer por él aunque cayera al mismísimo infierno. Todo con tal de poder salir de allí.
Bruno salió de la cocina con una gran bandeja. En ella había un trozo de carne asada. Era una parte de la pierna izquierda de una mujer. Emilio se dio cuenta al momento, horrorizado.
-Es de la morena de hace dos días –dijo Bruno sonriendo-. Creo que la llegaste a ver.
Emilio sintió que tenía ganas de vomitar. Y sintió que tenía el estómago vacío. Y sintió que a lo mejor vomitaba el propio estómago.
Bruno dejó la bandeja sobre la mesa. Tomó un cuchillo y un tenedor y cortó metódicamente un trozo de muslo asado.
Le tendió el tenedor a Emilio.
-Toma, pruébalo. Ya verás: carne de primera.
Emilio miró el trozo de carne con aversión.
-No, no... –dijo débilmente.
-Te lo vas a comer –dijo Bruno con una mueca feroz-. ¿No sabes que es de mala educación rechazar un regalo?
Sin embargo, a Emilio no le parecía eso un regalo. De pronto, recordó un regalo: la tarta.
-¿La tarta...? –acertó a decir.
-¿Qué? –dijo Bruno-. Ah, la tarta. ¿No creerás que...? No, no, Emilio. Sólo llevaba chocolate, nada más.
Emilio resopló aliviado, sin querer pensar en lo que de pronto había empezado a pensar.
-Pero este trozo de muslito sí que te lo vas a comer –ordenó Bruno, apuntándole de nuevo con la pistola-. No te puedes negar.
Emilio lo miró con miedo en los ojos. “¡Está loco! ¡Está loco!”, pensó aterrado.
-Si no te lo comes te mato –dijo Bruno fríamente.
Emilio se dio cuenta de que no tenía elección. Estaba su vida en juego.
Tomó con grima el tenedor y lo acercó a la boca. Miró a Bruno.
Lo miraba, sonriendo.
-Trágatelo –repitió.
Emilio cerró los ojos, abrió la boca y sus dientes tomaron el trozo de carne con repulsión.
Bruno sonrió.
Emilio engulló poco a poco el trozo de muslo. Después abrió los ojos y miró a Bruno.
-¿Puedo comer más? –le preguntó complacido, relamiéndose los labios.